Cuando toda esta pesadilla pase y les contemos a nuestros nietos
(bueno, en mi caso a los nietos de mis amigas, que a este paso se me
pasa el arroz, los fideos y todo lo que se me pueda pasar) cómo fue
estar encerrados en casa un par de meses no podremos obviar el amor.
O la falta de amor. O el intento de amor. O llamadlo como queráis.
Poco se ha hablado del esfuerzo que hacemos los solteros para
mantener la ilusión de que seguimos ligando como antes. Del afán de
seguir conociendo a otros solteros. Del empeño que ponemos en que
una recién estrenada relación prospere más allá de los confines
del COVID-19.
Yo tenía una vida social más o menos activa (más menos que más,
para qué engañarnos, pero algo era algo). Tenía además mis redes
sociales, mis páginas de contactos... Todo ello se fue al garete el
14 de marzo del presente año.
Ese sábado en el que no iba a salir porque no me apetecía (no
porque nadie me lo hubiera propuesto, que conste), pensé que estaría
bien una paradita técnica para luego retomar con más ganas lo de
ligar que, dicho sea de paso, me da por rachas y me llega a cansar.
Pero lo que iban a ser quince días se convirtió en un mes, luego
en un mes y medio... Y una ya vio que aquello estaba cambiando el
mundo de las relaciones para siempre.
Como soy inconstante por naturaleza, lo de descansar del ligoteo me
duró lo que una bolsa de patatas fritas en una tarde de ansiedad con
hambre compulsiva. Así que me lancé en picado a la red.
Desastre. Creo que los peces que aún no estaban pasados o podridos
habían encontrado ya algún acuario en el que nadar antes del
confinamiento. Los que quedaban daban pena. Pero no hay que
desesperar —me dije— y con una paciencia infinita y ojo de
sexador de pollos avezado me dispuse a separa la paja del grano.
Paja. Término muy usado, por cierto, durante la cuarentena.
En fin, que poco a poco me fui haciendo con una agenda nada
desdeñable de tipos que no daban ganas de echar a correr nada más
verlos. Uno a uno (a veces de dos en dos, tengo que confesarlo)
entablé conversación con ellos y los fui conociendo. Todos tenían
la misma conversación: su trabajo, lo buenos tíos que eran y que,
en cuanto terminara todo esto, quedaríamos para un café. Alguno más
avispado ya iba avisando de sus intenciones y, en lugar de un café,
afirmó que cuando nos viéramos lo primero que haría sería
besarme.
También había mendrugos que pretendían saltarse la ley a la
torera y hacer una escapada hasta mi casa para comprobar el género
y, ya de paso, aliviarse. No hace falta decir que aproveché para
descargar sobre ellos la furia que de mala manera contenía por no
poder hacer lo que me diera la realísima gana.
De todos aquellos contactos no queda, a día de hoy, ni rastro en mi
agenda. Unos se cansaron de esperar al café o encontraron a alguien
dispuesto a ofrecérselo antes de hora. Otros me cansaron a mí con
su empalagosa cháchara y otros acabaron bloqueados por imbéciles.
Un día, entre imbécil e imbécil, me di cuenta de que en la finca
de enfrente, también en el tercero, había un chico interesante.
Coincidíamos todos los días a las ocho, ya sabéis, para aplaudir a
nuestros héroes sin capa. Empezamos saludándonos con la mano, luego
bailando al ritmo de Resistiré, más adelante nos gritamos algunas
frases de balcón a balcón hasta que a él se le ocurrió anotarme
su número de teléfono en un cartón grande.
¡Qué romántico me parecía todo aquello! Incluso me vi como una
de las protagonistas de las novelas románticas que, de vez en
cuando, leo compulsivamente. La cosa acabó muy distinta, por cierto,
de todas esas novelas. No voy a extenderme en los detalles porque
sería repetir lo que ya he dicho respecto a los mendrugos.
En fin... Ahora que parece que vamos a vivir por fases estoy ansiosa
por ver en cuál de ellas toca conocer al próximo mendrugo, imbécil,
pusilánime, creído u otras variantes de lo mismo.
En mi caso, conocer a alguien que valga la pena será más difícil
que poner una pica en Flandes. Eso no lo ha cambiado el coronavirus.